Lebu es un rio que rueda calle abajo de un pueblo de largas casa de maderas, sin muchos ruidos para un caudal tan antiguo, perdido en el tiempo de los botes y la tierra, descansa allí, apretado contra el cerro que reúne desde hace años sus descansos a media falda; casas encaramadas para mirar el rio en sus tardes, arboles cansados de tanto viento, veredas rotas donde asoma el ruido antiguo del tren, rostros sombríos venidos de la larga noche del carbón, juntos, caminando por calles eternas que nacen en un pique y mueren en el mar, cada día, todos los días, como si nunca hubiera parado el turno, una y otra vez.
Lebu es una estación fantasma donde dejaron sus suspiros las grandes locomotoras que una noche soñaron con cruzar al atlántico, una larga noche, llena de insomnios por la tarea, imaginando la proeza de Nahuelbuta y las Raíces, imaginándola en medio de un bar de la estación, calculando los días y noches para el ancho de sus sueños, llenando de carbón el deseo pujante de tantas promesas, de tantos años.. un tren que a ratos asoma su enorme ausencia en las calles que antes fueron rieles, en un riel que quedó atrapado en una pared y una escuela del pueblo, como sorprendido de hallarse de pronto allí, condenado a esperar en el tiempo por un tren que tarda, como un pasajero fantasma.. y algunas tardes, otros pasajeros, prendados de los mismos trajes y sueños, salen a buscarlo, en medio del pueblo, hasta el túnel La Esperanza, y callan en medio de la oscuridad, reunidos, esperanzados, y lo ven otra vez surgir del túnel, rodando sudado sobre el acero, sobre sus memorias, rebosando de gente y colores, y esa ausencia amenaza con llevarse el recuerdo también en su andar, por las mismas calles de Lebu, esas que hoy regresan del olvido mientras llueve sobre la ciudad y el viento enreda todo, alejando a la gente de sus veredas, encerrando a los habitantes, devolviendo otra vez las calles a los rieles, a sus olvidados trenes, otra vez.
Y fue con la lluvia que un día, hace muchos inviernos, un viejo pescador acercó sus cansados años a la costa de Lebu, ya no habían manos para el remo o la vela, ni el cuero aguantaba más ya el sur sobre la cara, por eso detuvo un día sus pasos junto al mar, en el pueblo.. pero el mar seguía en sus oídos, con el ruido tambaleante aleteando sobre su cabeza, sobre sus manos memoriosas de la larga y nudosa quilla. Allí, enfrentado a la edad como una sorda condena, tomó otra vez las maderas que tanto conocía y comenzó a remontar otra vez la vida…. a punta de azuelas, hachas y fuego se fue levantando frente a su mirada, frente a su mar ya lejos, un bote nacido de sus manos, un bote para el cual habían concurrido todas las maderas del cerro, los recuerdos de los otros viejos y los sudores que le rondaban. Porque este viejo, todos los viejos, entendían ya, tarde, que nunca podrían dejar el mar, que en verdad nunca el mar los dejaría a ellos, sabían que esa era su vida, no conocían otra..
Con el tiempo, otros viejos como él, arrastrados por las corrientes, por los años o el olvido, fueron varando sobre Lebu, en el mismo lugar, unos al lado de otros, en silencio al principio, como buscando el lugar, palpando el momento y el paso, hasta que ya estaban todos allí, en una incontenible marejada de martillos, sierras y maderas que bullen desde la calle hacia el mar, como queriendo contener el ruido del mar con su propio ruido, para no oírlo. Allí, en medio de esa calle que hierve de sonidos, los viejos van aquietando el rumor del mar, de sus aguas que aún se agitan en la memoria, y se apacentan en medio del trabajo, en medio del mate, y a descuidos, mientras nace una lancha o se cocina la madera, miran a la mar, allá lejos tras las calles, muy cerca en sus manos, la miran con esa dulce distancia con que aprendieron a navegarla..
y así van naciendo, en medio de la calle, sobre la última tierra de Lebu, barcas y lanchas, curvadas a punta de fuego y vapor, apenas equilibradas sobre andamios que trepan la vista, guardando dentro de ellas el espacio para el viaje, para el viaje que tendrá cuando llegue al mar… pero estas barcas que nacen al borde de las calles de Lebu, vienen ya viajadas antes de llegar al mar, vienen adentro con tardes completas de historias y recuerdos, que fueron surcadas en las largas esperas de los maestros pescadores que trabajaron sobre sus maderas, y que a veces con apuro y otras con disimulo, como queriendo tardar la entrega, se daban en habitar estas barcas, como si en ellas siguiera sus viaje de viejo, acá en tierra..
Por eso las calles de Lebu, al llegar al mar, cuentan por sus veredas la historia de hombres viejos que regresaron de la mar, de hombres que no sabían contar su historia sino con lo que son, con barcos, y allí esta su relato a la vista… caminar sus calles es una larga y vieja conversación con la madera, con sus angustias calafateadas apenas con tierra, con sus alegría curvada a fuego y vapor, con sus logros acoplados a combo.. Caminar sus calles es transitar en medio de grandes barcas que respiran sal antes de zarpar, que se preparan para la mar de la mano del viejo que le susurra los vientos en su tabaco, barcas que son el último viaje que hacen las manos de estos viejos, perdidas y arrugadas ya sobre la proa, esperando que la barca y la vida le aguanten un tiempo más, un viaje más, tan solo un tiempo más, antes de regresar a la madera.
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