Entre cueca y cueca, algunos se enteraron de las viviendas destruidas, de las miles de personas aisladas, del más de un centenar de damnificados y de una familia de tres miembros sepultada bajo la fuerza de un alud de barro. Los cuerpos de los padres y de la hija de 17 años fueron encontrados el 18 de septiembre.
Por Pedro Urrutia, jefe social territorial de Hogar de Cristo.
En medio de las Fiestas Patrias que coparon las calles de Chile, una realidad paralela se fraguaba en La Araucanía. Las autoridades advirtieron con una alerta roja el viernes 15 de septiembre que Pucón, Toltén, Teodoro Schimdt y Curarrehue, podrían verse afectadas por las crecidas de los ríos Toltén y Trancura, eso mientras Melipeuco y Curacautín, estaban en alerta amarilla.
Entre cueca y cueca, algunos se enteraron de las viviendas destruidas, de las miles de personas aisladas, del más de un centenar de damnificados y de una familia de tres miembros sepultada bajo la fuerza de un alud de barro. Los cuerpos de los padres y de la hija de 17 años fueron encontrados el 18 de septiembre.
Así, mientras algunos celebraban, otros, en su mayoría, los más pobres y vulnerables, los que viven segregados, en la ruralidad de un territorio pehuenche andino, muy cerca del paso fronterizo, enfrentaban la salvaje embestida de un breve e intenso diluvio, perdiendo lo poco que tenían.
Pasado el shock de la catástrofe, nos vemos desafiados a asumir los aprendizajes pendientes de la última tragedia, como la rabia y el anhelo urgente de políticas públicas a la altura del cambio climático que ya está encima.
Porque de poco sirven las alarmas de colores cuando la emergencia está –literalmente– encima. Y no es casual que los colores de la emergencia se atenúen cuando nos alejamos del centro del país. Somos, seguimos siendo centralistas y de lucideces fugaces. Por eso quizás parecemos aceptar como “normal” que cada invierno se pierdan cientos de viviendas y que otras queden sumergidas bajo el agua. Y que, luego, en cada verano, miles de hectáreas vuelvan a ser devoradas por el fuego, con saldos trágicos de vidas perdidas.
Nuestra región está entregada, como tierra de nadie, al depredador de turno. En el sur de Chile por todas partes los especuladores transformaron la vulnerabilidad y la pobreza en un buen negocio y la condición humana en la fábrica de la próxima catástrofe: el que envenenó las napas con relaves, el que vendió viviendas en sectores no aptos para la vida humana, el que taló hectáreas de árboles indiscriminadamente y acidificó la tierra, el que provocó incendios y el que vació su basura en los cauces del río.
Esto está pasando, no es retórica y, como siempre, son los más pobres quienes pagan el precio más alto. La Araucanía tiene casi 34 mil personas viviendo en pobreza extrema y a casi 200 mil en pobreza multidimensional, de acuerdo a los recientes datos de la CASEN. Según esa encuesta, ya no somos la región más pobre del país; nos supera Ñuble. Ciertamente el dato está lejos de ser un triunfo. Las oscilaciones climáticas, consecuencia de la ebullición global, obliga a dejar de mirar impávidos la tragedia. Chile debe intensificar sus esfuerzos para mitigar este fenómeno, implementando medidas orientadas a proteger a los más pobres y vulnerables. No podemos acostumbrarnos a que quienes viven en la precariedad se quemen en verano y se inunden en invierno.
Por Pedro Urrutia, jefe social territorial de Hogar de Cristo.
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