Francisco Flores nos sorprende y conmueve una vez más con sus letras; cuando la celebración del Día del Padre debiera ser sinónimo de ensalsar y engrandecer al progenitor, Francisco va más allá, con valentía, sutileza y gran sinceridad nos cuenta los momentos difíciles e infelices vividos junto a su padre, pero agrega al final, con gran generosidad, lo honrado que se siente de haber sido su hijo.
El domingo 21 recién pasado estaba en la noche conversando con mi esposa de la coincidencia de que fuera San Luis y el Día del Padre, comenzando a contarle anécdotas de mi papá, porque hay muchas, que decidí escribir esta columna.
Escribir acerca de mi padre es hacerlo acerca de muchas cosas. Muchas cosas buenas y muchas malas. En el momento de ocurrir siempre tenían mas peso en mi existencia las cosas malas.
Mi padre nació entre el zangoloteo y huifas de las Fiestas Patrias del 18 de septiembre de 1932 a las 07.00 horas de la mañana, según decía mi abuela Doña Hortensia del Carmen Arriagada Torres. Quizás por eso se convirtió desde los 17 años escuchando a su madre que había estudiado guitarra, en un eximio guitarrista sin tener idea que las notas y acordes tenían nombre.
Jamás supo que existía la escala musical, sin embargo sus dedos se deslizaban maravillosamente por las cuerdas entonando “Adiós al Séptimo de Línea” o bien el Himno Nacional de Chile.
Con esta habilidad se convirtió en cantor popular y los días de Fiestas Patrias los comenzaba el día 15 para terminar como el 22 de la mano de su fiel compañera, una guitarra.
Mi padre estudió como muchos cañetinos en la Escuela Nº 1 y cursó hasta sexto año básico como muchos de la época también.
Aproximadamente a los 14 años desde el sector de Barrio Leiva donde estaba la casa en la cual nació Don Juan Antonio Ríos Morales; llegó a vivir al sector conocido como salida a Cayucupil, también llamado “Puente El Carmen” al Fundo “El Entierro” según siempre me dijo que se llamaba realmente.
De la mano de su padre José Francisco Flores Neira conoció el arte de amansar caballos de lo que se hizo popular por los campos del sector de Tucapel Alto y por Cayucupil.
Mi padre fue un hombre muy violento con mi madre que lo amaba al grado de renunciar a toda justicia por solo estar a su lado. Muchas veces debimos irnos por unos días a Lebu donde unos tíos a esperar que las cosas se calmaran y llegara mi padre humildemente pidiendo perdón y prometiendo que nunca mas ocurrirían aquellos golpes en su rostro, promesas que nunca cumplió.
A pesar del grado de violencia que hacía de mi padre un demonio para mí porque yo no escapaba a su furia de golpes hay momentos que son inolvidables e impagables en nuestra relación padre e hijo.
Mi padre trabajaba esporádicamente con la Señora Hortensia Gallardo en el sector de Tucapel Alto, dueña o responsable de la parcela donde vivíamos haciendo múltiples faenas agrícolas y cuidado de ganado vacuno que la patrona tenía.
Ella era dueña de la esquina sur-oriente de calle Mariñán con Riquelme en donde tenía corrales y pesebreras para mantener animales que seguramente remataba en la feria ganadera de Cañete (eso no lo sé); pero en ese lugar le tocó muchas veces trabajar a mi papá y desde allí llegaba a casa a caballo y recorríamos la vega llena de agua arreando novillos y llevándome puesto por delante sobre la montura en un acto que yo encontraba era la máxima expresión de nuestra unión como padre e hijo, además de amigos.
Mi padre me enseñó a ensillar y montar a caballo, a enyugar los bueyes y colgar la carreta, me enseñó a manejar el arado y manejar todo el apero de un trabajador del campo. Hoy eso es un tesoro cultural en mis recuerdos que no tiene precio alguno.
Cuando estaba en casa; y sobrio, que era muy raro; mi padre hacía algo que hoy trae lágrimas a mis ojos al recordar.
Mi padre esperaba que me acostara, se sentaba al lado de mi cama y me contaba cuentos; de Pulgarcito, de Micifuz El Gato con Botas, de Alí Babá y Los Cuarenta Ladrones, de Aladino y su alfombra voladora, del Adivino que tuvo que adivinar para el Rey; de Tomín Tomón hijo del gran tomador, de las Botas de Siete Leguas, del Gran Andarín, de Forzín Forzón, de… de tantos cuentos maravillosos que yo escuchaba con atención para no perder detalle alguno del relato.
Cuando los cuentos escaseaban en su memoria, mi padre buscaba libros con ellos en casa de su hermana, mi tía María Inés Flores Arriagada; pero yo también le pedía repetir muchas veces alguno, entonces increíblemente con mucha paciencia (que no era precisamente su virtud) me repetía el cuento que le pedía.
Mi padre bebió mucho vino durante su vida, no fue ni peor ni mejor que otro hombre con su mismo estilo de vida, pero fue mi padre y hoy lo extraño mucho.
Hoy quisiera escuchar su voz, no importaría que me reprendiera, pero escucharlo; quedaron tantas cosas sin decirnos, tantos abrazos sin entregarnos, tantos “te quiero, papá” que murieron en la garganta sin salir.
Cuando partió lo hizo sin avisar, igual que cuando se iba para el campo que nos enterábamos cuando al llegar la noche no aparecía por casa; sólo se durmió y nunca más despertó dejándome con un sabor amargo en la boca al tragarme las palabras que nunca le dije y de lo que hoy me arrepiento con todo el corazón.
Que no daría por verlo aunque fuera sólo un minuto.
También en esta columna quedan muchas historias sin contar acerca de mi padre: pero lo haré en el futuro, ahora sólo diré que:
Luis Ernesto Flores Arriagada fue mi padre y me siento inmensamente honrado de ser su hijo.
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